Yo era parte del sistema, iba al colegio, a la iglesia, seguía las modas y tendencias igual que todos mis amigos, pero Inglaterra nunca dejó de ser el extranjero.
Dos arterias componen el universo de Kazuo Ishiguro: la orfandad y el ostracismo. Literal o metafóricamente (el señor Stevens, protagonista de "Lo que queda del día", vive con su padre y es un inglés de pura cepa, pero su aislamiento no por ser emocional es menos verdadero), los personajes de sus novelas suelen ser caracoles sin concha, gusanos indefensos y desorientados que se esfuerzan en guardar las apariencias, en aparentar que todo va absolutamente bien, en aplastar la alegría y la tristeza en el fondo de un rostro impasible.
Privados de cualquier pariente o amigo, ya sea por los designios de una guerra o por la devoción irreflexiva y cobarde a la tradición de un oficio, los antihéroes Ishigurianos están solos y hundidos, pero también obsesionados con lo que la gente piense de ellos, por hacer lo que se supone que hay que hacer. No es contradictorio: desprovistos del amor concreto de una madre o de una mujer, ansían al menos el reconocimiento impreciso de la sociedad. Y por supuesto, también pesa la explosiva mezcla de idiosincrasias japonesas e inglesas, con sus complementarias disciplinas de la introspección: el doloroso aprendizaje sentimental de un extranjero se filtra en sus entrevistas:
Cada año para nosotros empezaba con un "Este año sí que volvemos a Japón", entonces nunca dejamos de mirar a los ingleses como esos nativos de comportamientos peculiares, y supongo que algo de eso queda en mi obra. Con mi familia siempre vimos a Inglaterra desde una clara distancia emocional y a través de los valores japoneses. Mis padres no me sabían decodificar los ritos y costumbres de la vida diaria como los padres de mis compañeritos de escuela, por eso había muchas cosas que no lograba entender.
El argumento de la novela es original y, como siempre en este autor, dolorosamente triste. Es muy difícil contarlo sin revelar sus principales claves y sorpresas, pero tendré que decir que en él Ishiguro presenta una metáfora perfecta de la ligereza de esta vida, del agridulce y fatal sabor de las esperanzas imposibles, de la maravillosa idiotez de una raza humana que llora por nimiedades mientras ignora los cataclismos.
Pero todo eso tenemos que ponerlo nosotros, claro. Ishiguro no es de esos autores de hoy en día, tan de moda en cualquier ámbito de la creación artística, que retuercen y requiebran sus relatos para poder gritar (sin sutileza, a pleno pulmón) una moraleja acorde con sus principios. No, en "Nunca me abandones" no hay lugar para el sentimentalismo ni el subrayado: cada lector podrá sacar su propia conclusión de los actos narrados.
Como siempre, los personajes de Ishiguro apenas muestran emociones, apenas derraman lágrimas (cuando lo hacen, procuran que nadie les vea). Pero como en el mejor cine oriental, como en las mejores películas de Kaurismäki, como casi siempre en esta puta vida, los sentimientos, esas mareas invisibles, están ahí detrás. Se agazapan bajo su capa neutra y te apuñalan por la espalda.
1 comentario:
Ayy que bien escribes cariinooo!!
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